Dejarse quieto flotar es un ejercicio de intimidad. Una exploración de la materialidad del cuerpo, en tanto que materia, en tanto que cuerpo. Lo que sea que es un cuerpo. Sin más ni menos. Cuerpo sabido-desconocido. Desorientado pero no perdido, dado que no viene de ningún lugar ni a ningún lugar se dirige. No quiere ni busca nada. Tan solo está, ahí, dejado quieto flotando y a la vez con un peso evidente. Peso, pliegue, tono, textura. Flote-blando. Y no hay más intención que esa. No tiene otro propósito que el de estar, que ya es mucho en estos tiempos que corren. Se mueve y ocupa espacio como cuerpo que es, aunque el espacio no se asombre ante su presencia ni él ante la del espacio. No significa. No se significa ese cuerpo. Su gesto es transparente. Vacío, o en todo caso, sin apetencia de llenarlo. Todo en él es forma. Superficie no más. Y si alguien dice es esto o lo otro, será cosa de esos que todo lo saben. Ese cuerpo sabe pero desconoce. Parece estar de paso en sí mismo. Uno que aterriza en sí mismo cada día siendo siempre todavía por primera vez. Ellllllleelelellllalalalalaaaaaalllliiilonononon. Un cuerpo sin lengua. Lalangue menor. Lengua sin alojo de boca en todo caso. Pero bucal sí. Babeo. Balbuceo de baile. No se se se se da en su moverse una asignación. No. Morder la danza. Una pregunta sin resolver, y que no resuelve dado que nada tiene que resolver. Sus manos: un trozo de materia. Más de lo mismo con sus brazos cabeza. Pero qué es un cuerpo dónde empieza y acaba un cuerpo. ¿Uno? Cuirpo, eso sí. ¿Sí? No se comporta como un jomvre fantasma mimo sombra, aunque todo eso lo sea, parezca ser o en ocasiones haga como que es. Tampoco se comporta como animal, y mucho menos como individuo, sin dejar por eso de serlo. Es uno, eso sí. Simplemente uno. Un simple. Punto final…
Fotografía: Raúl Tramarinos